LA INSTITUCION ELECTORAL FEDERAL EN
MEXICO Y EL
PROCESO DE CONSOLIDACION DEMOCRATICA
JOSE WOLDENBERG KARAKOWSKY*
A la mitad de la década pasada, Albert Hirschman había advertido sobre una paradoja que envuelve a la reflexión sobre la democracia en América Latina. Decía que en este aspecto "la experiencia histórica es muy poco tranquilizadora", y con pesimismo agregaba que "parece mucho más constructivo preguntarnos cómo puede sobrevivir y fortalecerse la democracia frente a una serie ininterrumpida de situaciones y acontecimientos adversos y a pesar de los problemas y efectos que ella misma genera".
Han pasado más de 12 años de esa afirmación y todo parece indicar que Hirschman estaba anticipando una realidad que se haría efectiva más tarde: las tareas democráticas se constituirían como un vasto terreno en sí mismo, una misión que iba a ser abordada con fuerza como un tema independiente de los otros puntos de la agenda nacional. "Lo importante para la construcción de una vida democrática -añadía- no es tanto el entorno económico o la cultura política preexistente, sino los efectos acumulativos y expansivos que las pequeñas conquistas democráticas producen"; por lo tanto, los científicos sociales "deberían estar al acecho de los acontecimientos históricos inusitados, de las raras concatenaciones de sucesos favorables, de los pequeños senderos, del ingenio para construir y transitar a contracorriente, de los avances parciales que imaginamos que otros pueden imitar ...". (1)
Si volteamos a ver la literatura sociológica, jurídica o política que desde entonces han producido los procesos democratizadores en nuestros países, si nos detenemos a pensar sobre la cantidad de esfuerzos y de energías políticas e intelectuales que hemos invertido en torno a los problemas de la democracia, constataremos que Hirschman tenía razón: A pesar de todos los grandes obstáculos evidentes que la democracia tenía enfrente, el proceso no se detendría, no solamente por el agotamiento de los autoritarismos o por el nuevo contexto internacional, sino sobre todo, por "la invención institucional" que de cualquier manera estaban protagonizando los países de América Latina, los cuales estaban solo un poco retrasados con relación a sus compañeros de la tercera ola democratizadora, en Europa.
No fue sino recientemente que diversos autores (2) han podido hacer un primer balance a propósito de aquella invención institucional que profetizaba Hirschman y que felizmente hemos ensayado en los últimos diez o quince años. El dato inicial de nuestra discusión bien puede ser este: es cierto que hemos realizado una suerte de acumulación institucional, de nuevo arraigo y nuevo despliegue de partidos, de nuevas leyes y nuevas reglas más abiertas, de certezas procedimentales que hemos probado y que sostienen ya a una vida democrática real.
Creo además, que tal es el objeto central de un encuentro como este. Llamar la atención acerca de un aspecto especial de la democratización: la experiencia en la creación de instituciones, de rutinas, de leyes, de procedimientos, es decir, la experiencia en la edificación de la "obra negra" por la que transita la competencia democrática.
Por supuesto que esas instituciones no son producto de una ingeniería iluminada, cupular, aislada de la lucha política real. Todo lo contrario; las demandas democratizadoras de grandes grupos y partidos han articulado las movilizaciones políticas nacionales en nuestros países y han sido el principal estímulo para la invención de nuevos dispositivos jurídicos e institucionales. Pero esta invención ha generado ya una cierta inercia política e intelectual y, porque no decirlo, una "cultura electoral" que antes no teníamos. La complejidad de nuestras leyes, la especialización necesaria para abordar los temas, la índole terminológica, los conocimientos técnicos y matemáticos necesarios para enfrentar la discusión electoral contemporánea, informan con elocuencia de la densidad de esa "cultura" que aludo más arriba. Así ha sido el proceso intelectual que acompaña a las transiciones y a la creación de sus instituciones. Y creo que así seguirá siendo.
Por eso tiene sentido estudiar nuestras instituciones en clave comparada: conocer la experiencia, saber a qué imperativos responden, los problemas que resuelven, entender porque las cosas han llegado a ser lo que son.
Por eso en esta intervención voy a tratar de explicar a grandes rasgos el caso de la institución electoral federal mexicana. Sus características esenciales y sus problemas principales. El ánimo de estas notas es el de poner a su disposición una cierta versión de la experiencia democratizadora en México, resaltar lo que ella tiene de original y las razones por las cuales eligió esos elementos para su constitución. Pero antes, considero importante hacer un breve paréntesis acerca del contexto, o más bien, acerca de la naturaleza del cambio político en mi país.
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Esta cuestión tiene importancia para nosotros pues explica la dinámica, el ritmo y muchas de las peculiaridades de la democratización en México. Subrayo que no voy a transmitir ningún modelo prescriptivo, sino que me limitaré a describir una característica –a mi juicio sumamente importante- de nuestra transición. Y me detengo en esa característica porque ella ha tenido un impacto directo en la configuración de nuestras instituciones electorales actuales.
Me refiero a la mecánica del cambio político: una larga cadena de reformas electorales sucesivas, de pequeños cambios, de adiciones y nuevas modificaciones que sin embargo acabaron abriendo las compuertas para un verdadero sistema de partidos. Esta historia tiene un punto de partida en un contexto político de creciente conflictualidad: el año de 1977, fecha en la que se consagran tres cambios legales:
No obstante la enorme discusión, las resistencias y el impacto público que generó entonces, la intención de esa reforma era evidente y simple: permitir la entrada al juego electoral a fuerzas reales, que se desplegaban sobre todo en la acción social y sindical (y aún a través de la vía armada). Pero la importancia de esta operación es que constituyó una verdadera reforma desencadenante, pues su efecto principal consistió en poner en órbita, otra y después otra y otra reforma más. En otras palabras, lo que aquella reforma puso en marcha fue la preparación de cambios más amplios, y cada vez más profundos de los que promovió inicialmente.
Aquellas entidades de interés público, más bien débiles o testimoniales, cobraron visibilidad y entraron a un sistemático entrenamiento legislativo. Asistieron recurrentemente a las elecciones, compitieron, y fueron ganando arraigo a lo largo y ancho del país. Sus exigencias crecieron: mayores recursos y más equitativos para poder expandirse, mejores instrumentos que regulasen la contienda electoral, mejores fórmulas para conformar al Congreso.
La agenda electoral se multiplicó: las prerrogativas crecieron, los cuadros se profesionalizaron, se ideó todo un sistema de protección jurídica a los derechos de los partidos, cobró centralidad el tema del arbitraje electoral, los Congresos, el federal y los estatales, se convirtieron en arenas denodadamente plurales. Sobre cualquier otra cosa, los partidos se fortalecieron, lo que a su vez acrecentó la competencia y la importancia misma de asistir a las elecciones.
La reforma electoral de 1977 apenas y reconocería la cantidad y la sofisticación de los temas que tuvo que resolver la reforma electoral ocurrida 19 años después, en 1996: hace dos años ya no se trataba de encontrar o abrir un espacio jurídico a los partidos opositores sino apartar al gobierno de la organización electoral, ya no se trataba de dar un espacio a minorías antes excluidas, sino de lograr que el parlamento reflejara con exactitud el creciente caudal de votos de todos los partidos.
En 1996 se produjeron: un nuevo marco reglamentario para procurar la justicia electoral, sin interferencias del gobierno; establecimiento de un complejo sistema para el control de constitucionalidad; la completa autonomía de una vasta institución que organiza las elecciones; una extensa y detallada normatividad que inhibe e impide prácticas fraudulentas; grandes recursos financieros para los partidos y mucho mejor distribuidos, y una cuidadosa legislación respecto al acceso a medios de comunicación; nuevas reglas, más afinadas, para la conformación del Congreso. Todo eso y más, en una operación de reforma que abarcó la Constitución misma, cinco leyes reglamentarias y la creación de una nueva ley referente al sistema de medios de impugnación en materia electoral.
Importa tener en cuenta este trayecto porque da cuenta de un proceso, de unos eslabones que sucesivamente tienden a fortalecer a los partidos, otorgan mayor centralidad a las elecciones y amplían la profundidad y la necesidad de su institucionalización.
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El movimiento de este proceso es expansivo: arranca de cambios bien localizados pero genera nuevas necesidades que a su vez, deben ser respondidas con más cambios. (3) Y más que eso; tal dinámica política exige instituciones, hábitos y códigos culturales que acaban acompañando a todo el proceso. Cuando hace apenas unos años el discurso político dominante era el de una mayoría capaz de representar a todo el país, hoy en México, las palabras como pluralismo ó tolerancia abundan como atributos esenciales de la realidad política e ineludibles para los partidos políticos.
Las posiciones gubernativas y legislativas en disputa abierta y competitiva son cada vez más y cada vez más importantes. Los indicadores de ese proceso se multiplican ante nuestros ojos: gobernadores de partidos distintos, presidencias municipales ganadas por un variado abanico de organizaciones, ciudades en manos de corrientes políticas diferentes a las que gobiernan los estados, congresos legislativos plurales y dinámicos, y sobre todo, partidos que sostienen y fortalecen esos procesos de cambio y reacomodo político.
La magnitud del cambio no puede disimularse: la importancia creciente de las elecciones en México, la fuerza multiplicada de los partidos, exigen de formatos institucionales más complejos y más sólidos. Hace apenas diez años, la entonces llamada Comisión Federal Electoral era sólo una instancia accesoria que respondía y dependía directamente de la Secretaría de Gobernación (nuestro Ministerio del Interior). Pero la competitividad creciente y la intensificación de los reclamos que le son propios, fueron incorporando y atendiendo en sucesivas reformas (durante 1990, 1993, 1994 y 1996) un abanico de preocupaciones cada vez más extenso y sofisticado.
En 1990 se crea el Instituto Federal Electoral, organismo público autónomo, con personalidad jurídica y patrimonio propios. Las funciones que asumiría esta institución reflejan muy bien la complejidad y la sofisticación de la discusión electoral: el IFE agrupa en forma integral y directa las actividades relativas a la elaboración del padrón electoral, a la preparación de la jornada electoral, escrutinio, cómputo y otorgamiento de constancias, capacitación electoral a millones de ciudadanos elegidos por sorteo, educación cívica e impresión de material electoral. Asimismo esta institución -compuesta hoy por más de seis mil trabajadores- atiende lo relativo a los derechos y prerrogativas de los partidos políticos e incorpora a funcionarios de carrera, regidos por un servicio profesional electoral como responsables directos de la organización de las elecciones.
No es casual. La búsqueda de la imparcialidad, de un arbitraje y unos procedimientos claros e incontrovertibles, se convirtió en uno de los objetivos torales de la discusión electoral en México. Desde hace cuando menos veinte años (y al lado de la discusión sobre la conformación de la cámara baja) las instancias responsables de organizar las elecciones federales estuvieron en el centro del litigio político y de la construcción institucional electoral. El tema puede ilustrar por si mismo toda la historia de nuestro ciclo de reformas. Tan es así que algunos estudios comparativos recientes colocan a nuestro país como un caso paradigmático en el cual "la institucionalización de las elecciones democráticas está centrada en definiciones organizacionales formales, en los instrumentos y cuerpos que administran o gestionan las elecciones". (4)
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Así pues, la construcción de una autoridad electoral aceptable por todos los partidos contendientes, se volvió una tarea crucial, una tarea que corrió paralela al proceso de construcción del sistema de partidos mismo.
En 1996, esta tarea avanzó hacia una definición que representa un punto de quiebre con la historia electoral de México, pues el gobierno abandonó su posición dentro de la institución electoral y de manera concomitante, los partidos políticos eligieron por Consenso, en la Cámara de Diputados, a los principales responsables de la organización electoral.
Aquí entro de lleno a la descripción de los rasgos esenciales de la autoridad electoral mexicana. El primero es el de su total autonomía frente al gobierno federal. Para nosotros autonomía quiere decir toma de decisiones y definición de políticas con criterios propios, independientemente de cualquier dictado del gobierno. La autonomía esta consagrada en la Constitución de la República, y la entendemos como un hecho esencialmente político, es decir, como la capacidad de definir nuestras acciones siguiendo nuestras propias prioridades institucionales. De lo que se trata en el fondo es de establecer una estructura y una conducta que coloque a los asuntos electorales por encima de las disputas partidistas o de los imperativos gubernamentales.
El segundo rasgo esencial de nuestra institución es que su trabajo lo desempeña una estructura de funcionarios profesionales; reclutados, evaluados y regulados mediante un estatuto administrativo especial: el Servicio Profesional Electoral.
Este fue uno de los elementos consensuales y constitutivos de la creación del IFE en 1990; y es que hasta antes de esa fecha, los encargados de concretar la organización eran funcionarios de temporal, no especializados, dependientes y provenientes de diversos sectores de la administración pública.
Su creación fue una decisión estratégica para la vida electoral de México. El consenso que instauró nuestro Servicio Profesional se desprendió de un reconocimiento: las labores técnicas y jurídicas -tan cuidadosamente descritas por 372 artículos de nuestro Código Electoral- habían alcanzado una intensidad, una complejidad y una masividad tal que solo un personal bien entrenado, poseedor de capacidad y experiencia, podía afrontarlas con éxito.
La idea es garantizar la eficacia de la organización electoral, impulsando la independencia y el profesionalismo, con una mejor calificación de su personal, con la elevación de los estándares para su selección y programas de capacitación efectivos. Al mismo tiempo, se trata de promover la honestidad y eficacia de nuestros funcionarios mediante una evaluación sistemática. Además los funcionarios tienen ante sí una estructura operativa que intenta hacer transparente su actuación, subrayando la necesidad de que rindan cuentas no solo ante las instancias superiores, sino también ante las estructuras colegiadas ciudadanas con las que trabaja en los periodos electorales y ante los partidos políticos.
El tercer elemento que me parece crucial es que la estructura del IFE contiene una extensa red de vigilancia que despliegan los partidos políticos; en la organización interna de nuestra institución electoral existen diversos cuerpos y diversos mecanismos de información que apuntalan una evaluación sistemática y ayudan a realizar nuestro trabajo con transparencia.
En el máximo órgano electoral -en el Consejo General- están presentes los partidos políticos: ellos discuten, evalúan y conocen cada acuerdo. Existen Comisiones de Vigilancia que examinan y miden día tras día la calidad de nuestro padrón electoral. Durante los procesos electorales los partidos políticos tienen derecho a contar con un representante ante cada uno de los órganos estatales y distritales. La confianza en la limpieza de nuestro trabajo se logra a través de la constatación integral de la calidad de cada eslabón y de cada instrumento que hace parte del proceso electoral.
El IFE es además una institución extraordinariamente desconcentrada: a través de 32 delegaciones y 300 subdelegaciones que ejecutan y operan todas las tareas que obliga la ley y las que impulsa el Consejo General. El IFE es una institución deliberativa en sus órganos de decisión y profesional en sus órganos de ejecución. Cada resolución importante atraviesa un proceso de discusión en el que se valora la eficacia técnica y que busca recoger la opinión, la comprensión y la adhesión de los partidos políticos. Una vez aprobada una resolución, toca a la estructura profesional concretar su implementación.
A grosso modo esos son los rasgos que definen al Instituto Federal Electoral de México: autonomía del gobierno e independencia de los partidos políticos; un Servicio Profesional Electoral; amplia desconcentración administrativa y ejecutiva; profusa deliberación en sus estructuras colegiadas y una extensa red de órganos y procedimientos de vigilancia.
No tiene sentido negarlo: es una construcción barroca y compleja. La clave que lleva a comprender este diseño institucional es, evidentemente, la de una desconfianza histórica. Remontar esas percepciones y esas inercias ha requerido de una vasta invención institucional, en la que cada eslabón y cada instrumento es revisado por todos, y cada decisión es tomada merced a una amplia deliberación que busca sistemáticamente la comprensión y el consenso.
No es difícil adivinar que una institución como la nuestra, ha estado sujeta a recurrentes oleadas y eventuales presiones de carácter político. La desconfianza ha alterado programas, estructuras y formas de operar. Desde el principio, el IFE ha sido una institución que ha tenido que responder a un contexto lleno de imperativos de gran relevancia política para el país. En su corta existencia como institución, ha debido sufrir cambios esporádicos de organización, sustituciones en los mandos superiores y una rotación de mandos medios mucho mayor a la habitual en instituciones similares.
Este diagnóstico nos ha obligado a plantear seriamente nuevas tareas de consolidación institucional que aprovechen la confianza ganada en los procesos electorales recientes. De tal suerte que el IFE deje de ser, paulatinamente, una institución cruzada por la desconfianza, presión y crispación política, y le devuelva a las tareas de organización electoral su carácter eminentemente técnico, administrativo, profesional. Este acento en lo administrativo, en los criterios de eficiencia y en las tareas de consolidación, se expresa en muchos de los acuerdos y programas recientes del Consejo General. Al mismo tiempo que restamos presión y crispación, queremos asentar y naturalizar la idea de una institución electoral que no hace otra cosa que brindar un servicio eficaz, eficiente y transparente. Queremos que el IFE se vea y se reconozca cada vez más como una institución al servicio de la democracia.
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Ahora bien, es justo reconocer que está intrincada creación institucional y política ha rendido sus frutos: desde 1991, es decir, desde que el IFE se hace cargo de su ejecución, las elecciones federales han sido ejecutadas con solvencia y limpieza. Debo agregar además -sin menoscabo- que cada vez se hacen mejor, como lo demostró la experiencia de 1994 y luego la más reciente, en 1997.
Pero más allá de los pormenores de su diseño y de sus reformas circunstanciales, la misión de nuestra institución es una: demostrar que la vía electoral en México está abierta y es plenamente transitable.
En otras palabras, de lo que se trata es de abrir un espacio franco para que la competencia entre fuerzas políticas distintas tenga lugar de un modo pacífico y civilizado. La década de los años noventa es el tiempo en el que mi país se ha dado a la tarea de tomarse en serio la discusión democrática y de invertir recursos financieros y materiales, grandes energías humanas y políticas para darse una oportunidad y ensayar una vida genuinamente democrática.
Creo que ya hemos recuperado la confianza mínima necesaria para el asentamiento democrático. No sin dificultades, vamos remontando esa actitud que mira a las instituciones como estorbo burocrático, y que desdeña las reglas, los intercambios recíprocos, la creación de relaciones de confianza entre las personas y los actores políticos. Dicho de otra manera: nuestro problema y reto sigue siendo volver a poner en la orden del día la confianza en las instituciones, que ellas irradien certidumbre a los actores y respalden así la existencia de las nuevas reglas y de la nueva convivencia democrática.
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Tengo la impresión en este sentido, que el proceso democratizador en América Latina ya puede reclamar para sí una cierta acumulación favorable. Creo que va ganando terreno la idea de la importancia de las reglas, las instituciones y la confianza. Tales ideas han encontrado en las instituciones electorales un nicho privilegiado que puede irradiar a otras áreas de la vida institucional.
Nuestros sistemas democráticos se parecen entre sí mucho más de lo que nuestro provincianismo nos hace suponer. Hasta donde yo alcanzo a ver, las autoridades electorales de este continente tienen todavía dos tareas fundamentales que compartimos sin excusa ni escapatoria. La primera es la de hacer transparente y regulable la relación entre el dinero y la política, el financiamiento y la fiscalización de los partidos. He aquí un tema irresuelto, universal, complejo, pero del que depende la salud del sistema democrático. La estela de deslegitimación crónica que este problema va dejando para los partidos y para las instituciones democráticas en Europa, en Asia y en nuestros países, nos obliga a tomar muy en serio el asunto y convertirlo en un tema prioritario de nuestro intercambio y nuestro aprendizaje inmediato.
El segundo tema es igualmente decisivo: las autoridades electorales y los partidos políticos tenemos la obligación de mostrar que las elecciones son un camino abierto, transparente, y que son una vía efectiva para el cambio social. Por desgracia, en América Latina la competencia democrática y el compromiso con la legalidad no son expedientes que estén definitivamente ganados, ni en la conducta ni en la cultura. Nuestro trabajo consiste en demostrar, una y otra vez, la incuestionable viabilidad y la ventaja de este método, naturalizarlo, afirmarlo como una parte irrenunciable en la manera de ser de nuestras sociedades.
Quisiera redondear todo cuanto llevo dicho con una anécdota. Cuenta Daniel Bell cómo fue creada, en Estados Unidos en 1964, la Comisión para el año 2000. Se dirigió entonces al director de la Corporación Carnegie, para solicitar ayuda. La idea era sugestiva pero el director se mostró escéptico de que pudiera existir un solo ejemplo de previsión seria. Pero Bell contestó: "...estamos en 1964 y habrá elecciones para la presidencia de Estados Unidos. Habrá elecciones en 1968, 1972, 1976... y en el año 2000". La previsión era de lo más obvia, pero Bell había preparado el argumento decisivo: "hay ahora unos 120 países en el mundo, solo de unos 25 podemos decir esto con seguridad...".
En efecto: el grado de estabilidad institucional democrática sigue siendo extraordinariamente escaso en el mundo. Me refiero a esos países en los que el cambio en el gobierno puede realizarse de manera pacífica, mediante una competencia regulada, sin recurso a la fuerza por parte del perdedor, sin riesgos de golpes de Estado, y donde hay un Tribunal para decidir en definitiva sobre cuestiones polémicas. Esta situación de estabilidad, bajo el imperio de la ley, es condición imprescindible para tener una vida tolerable y para prever una vida democrática que dure.
Esa y no otra es la tarea de las autoridades electorales: garantizar que haya elecciones hoy y en el futuro; ganar confianza para ellas, y que se haga de ese modo previsible, segura, habitable la política pluralista de nuestros países.
Muchas gracias
NOTAS
(1) Hirschman, Albert O. La “Democracia en América
Latina”, en Vuelta núm. 116, Julio de 1986. México, D.F.
(2) Como por ejemplo Juan Linz
“Transitions to Democracy”, Washington Quarterly, vol.13 núm 3, 1990; ó
Guillermo O´Donell “Consolidating Third wave Democracies: Trends and
Challenges”, Conferencia presentada en Taipei, agosto de 1995; asimismo
véase Don Chul Sin, “On the Third Wave Democratization. A Synthesis and
Evaluation of Recent Theory and Research”, World Politics, vol 47, octubre
de 1994, pp. 135-170.
(3) Véase, Woldenberg, José. “Para
que sirven las instituciones” en Nexos núm. 227, noviembre de
1997.
(4) Véase, Don Chul Sin, 1994. pp.
143.
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